Los viajes de Efraín Espinoza en busca de sus ninfas
Arturo Prado Lima
¿Qué clase de poesía es esa que no salva a los pueblos y a las naciones?, se preguntaba el poeta polaco Czoslab Milosz, en los tiempos en que su natal Polonia era invadida por otras potencias y no la dejaban asumir su propio destino. Entonces el poeta se rebelaba contra aquellos bardos que escribían una trama de falsedades oficiales, una cancioncilla de borrachos que pronto cortaran la cabeza. La poesía para él era el arma para arrojar a los invasores de su patria, la llave para abrir los candados de las prisiones, los elementos para construir la nueva nación en donde vivir en paz.
Walt Whitman se sirvió de sus palabras, de sus versos, de sus hojas de hierba para profundizar en el sentimiento norteamericano y para sentirse inmenso, de tal calado que todas las contradicciones cabían en él.
Ernesto Cardenal fabricó un nuevo rostro de Cristo en la isla de Solentiname, y dejo nítido y real en rostro de un indígena misquito. Azuzó a la rebelión total pero también escribió una plegaria para Marilyn Monroe, esa muchachita que sus padres abandonaron en un convento y que se soñaba desnuda frente a una gran multitud, la que explotaba La Fox y se llenaba de alcohol y pastillas.
Roberto Guarros nunca dudo de que la poesía fuera para él un bisturí con el que cortaba la barriga a la realidad para buscar en su interior los elementos que le hacían falta para comprender al mundo y comprenderse así mismo. La poesía tiene peso propio, decía.
Efraín Espinoza hace de la poesía una Llaüt, una pequeña embarcación con la cual se hecha a la mar, que es una forma de internarse en uno mismo, en donde duerme y despierta bajo unos horizontes turquesa que lo empequeñecen día a día mientras no encuentra su propio pulso para romper las barreras que lo separan de su propio ser. No es más que una huida de la temporalidad, la constante suprema del ser humano. Atravesando el Atlántico, divisa el horizonte turquesa, el azul de los incas, y sueña ilusiones turquesa que lo arrastran por otras dimensiones cósmicas que no habrían sido posibles sin esta travesía de luz.
A ratos despierta circulando en redondo en el Atlántico bajo una pertinaz tormenta. No se conforma con mirarla, sentirla, sino que se convierte en tormenta el mismo poeta. Sabe que la tormenta es poesía inédita que cae diariamente sobre los océanos internos del mundo. Entonces la tormenta es poesía, el poeta es poesía, los mares son poesía, el Llaüt es poesía. Y en estas condiciones no puede haber firmamento, la inmensidad y la universalidad no caben bajo un firmamento, pero si caben en su temporalidad, en su ser, en su poema.
“Aquí el viejo Whitman no tiene historia”, nos dice el poeta. El se reinventa a cada momento. Como las olas. Estas se elevan en inmensos alborotos. Son como la superficie del poeta: convulsas, fuertes, sin forma, sin historia. La búsqueda de Efraín por tanto no está en la temporalidad de las olas, sino en el interior de los mares, donde la calma es densa, donde está el centro de si mismo y que salir a la superficie, no intenta calmar las olas, solo sale a depositar sus palabras turquesas en el alma de los demás buscadores de ninfas, temporales como ellos, olorosos a sal marina, que deambulan por otras embarcaciones sin encontrar su destino.
La metamorfosis no termina allí. El poeta se convierte en ola. La ola en mar, el mar en ninfa, la ninfa en deseo, el deseo en lujuria, la lujuria en trascendencia. Y he aquí que nuestro poeta está alerta con su red para atrapar lo que en la red caiga para construir con lo hallado esta poesía que hoy degustamos.
En la isla donde ha atracado Efraín también hay ninfas. Salen de las cuevas, de la oscuridad, y porque no, de las discotecas, de los bares. Pero esas ninfas no son las que persigue. Esas son las que crecen en la superficie de ellas mismas. No vienen del fondo, del centro inmóvil en que la cotidianidad gira sin cesar. Viéndolas, el deseo se alimenta de ellas y de sus muslos nostálgicos, de sus labios tibios del amanecer, de sus pezones salados y sus curvas cósmicas del tamaño de sus propios deseos. El deseo desembarca y él siente las vibraciones circunstanciales del instante más corto, auque estallen los volcanes del recuerdo y los cráteres agranden las grietas de la memoria. Pero Efraín ha llegado y ha encontrado su cueva. Y es allí donde ondea su bandera de pirata.
Ha llegado a la isla a descubrir lo cotidiano, que ahora es de color turquesa. Aquí se puede hacer poemas con la lava de los volcanes y con las olas de los mares. Para aprender a mirar como ahora mira el poeta, a saborear como ahora saborea, a oír como ahora oye, a tocar como ahora lo hace, tuvo que hacer este viaje, aunque no era necesario. Todo estaba allá. Todo está acá. Todo está en presente, conjugándose continuamente, fermentándose para la celebración de la vida.
Ahí está. Ha venido a seducir a las diosas de las cuevas. Es decir, a seducir a las diosas palabras, pues cada palabra que Efraín incrusta en un poema se convierte en puente por donde la idea de la eternidad pasa sin problemas, sin caer al hueco de la historia. Pero en la isla no está solo. Hay marineros y aventureros de todo tipo. Y aunque no sean capaces de ver la cotidianidad de color turquesa, están allí. Hay otros que no han llegado. Se han embarcado en pateras y han decidido buscar a su ninfa. Pero la mayoría ha naufragado en las costas europeas y de Estados Unidos. Otros buscadores de diosas han sido embodegados en instalaciones militares y, y después de clasificar sus emociones, su color, sus dioses, los han devuelto a sus países de origen. La diosa les ha sido esquiva, quizá porque no tenían un Llaüt hecho de versos como el de Efraín Espinoza.
El poeta piensa que todas estas circunstancias ocurren fuera de él. Pero no. Todo está ocurriendo en su interior, en su ser íntimo. Donde la lava de sus propios volcanes recalienta la pasión y lo lanza en busca de inocentes lujurias que lo llevaran, seguramente, a otra parte. Al otro lado de su propio destino.
Efraín es uno de aquellos que pintan la realidad sobre un lienzo hecho de fantasías. La imaginación desborda las metáforas sin desbordarse él, convencido de que la temporalidad también se puede plasmar en un instante de eternidad, ese mismo instante que hace de este proceso creador la fuente de sus poemas más profundos, pero también el cuerpo del delito que causa malestar a las élites de la isla.
Como Becquer, nuestro poeta ha hecho stop, el símbolo libertario de otras décadas, y sin perder la brújula de su destino ha emprendido su particular aventura y ha sobrevivido a ella. La ha hecho suya para obtener mejores vibraciones corporales, aunque después haya tenido que pagar un precio por ello, bailar con una ninfa desnuda, aun y a pesar de la carga sacramental que solemos llevar dentro los latinoamericanos.
Pero las Ninfas de Espinoza tampoco son vulnerables al acecho de la cotidianidad. De hecho también envejecen. Ellas se gastan las palabras en una sola cena, y sin palabras ya, intentan ver en la oscuridad, y al sentirse en el fondo, extraviadas del mundo de los mortales, se arriman humildemente a Efraín Espinoza y se suman a su discurso silencioso, fugas y eterno donde nada había que comprender porque el discurrir del tiempo es imperecedero y el olvido suele meterse por todos los poros de las ninfas y de los poetas.
En aquella isla, el poder de la poesía se impone, hasta el hecho de inventarse uno mismo y de mil maneras. Despierta el sinsentido y la ilusión de que las ninfas están en todos los árboles y que sus huellas están frescas desde al baño al dormitorio. Y ese “En todas partes” es donde también se encuentran seres que no necesitan amar sino ser poseídas por la luz. ¿Son acaso estas criaturas las que han alcanzado la iluminación, las que ya han cruzado en océano su Llaut y han regresado a la cueva a prestarnos su luz, y a seducirnos?
Ya por último, vemos al poeta asumir la eternidad, y lo hace a través de la mirada de su madre en donde viven todas las épocas, todas las edades del universo, donde la eternidad es parte de la temporalidad y viceversa. La mirada de la madre es su mirada, y la lleva en los bolsillos, en el alma:
“Su mirada viene en forma de deseo
Y huye en forma de ciudad
Ya convertida en civilización”, nos anuncia el poeta.
Aquí lo tenemos pues, borrando la delgada línea entre la realidad y la fantasía. Borrando fronteras geográficas con sus palabras y sus ninfas turquesa, consiente o inconsciente de que está enseñando caminos, prestando lámparas para transitar por el interior de las cuevas, facilitando llaves, como Milosz para abrir las puertas de las prisiones portátiles que llevamos dentro.
Aquí lo tenemos, como Ernesto Cardenal, moldeando el rostro de un nuevo Dios. Como a Juarroz, con bisturí abriéndole la barriga a Europa para descubrir sus más hondos secretos. Una vez echado a la mar, ya no hay miedo al naufragio. Ha llegado a Ibiza y ahora es su corriente subterránea desde donde lee y escribe y poetiza la cotidianidad de todos los días para dejar testimonio de que existe otra manera de sobrevivirse a uno mismo sin entra a formar parte de la memoria de las heridas.