jueves, 24 de febrero de 2011
El poemario EL ARPA DEL CEIBO EN LLAMAS, de Antonio Vidas
El arpa del ceibo en llamas (Marfuz ediciones, 2010) de Antonio Vidas, es un tributo a la patria físicamente ausente, donde los núcleos: familiares, amistosos, heroicos e influyentes, son una reafirmación de pertenencia, constantemente retratados. Poemario que se torna en una radiografía emotiva que expone en sus capítulos el sentir de una voz poética que a partir de su condición migratoria se reafirma en la simbología y ritualidad de su identidad.
Para el escritor Juan Secaira: “El arpa del ceibo en llamas plantea el recorrido por varios momentos —de añoranza, de ira, de rebeldía, de tristeza y de dolor—, que componen una vida, incluyendo la muerte y su irremediable llegada, por medio de constantes referencias a Dios y a su parafernalia, así como a elementos de la naturaleza, pero con la convicción de que el único milagro es el de la poesía.
Escrito desde las entrañas, o mejor dicho desde sus raíces, geográficas e íntimas, el poeta experimenta un vínculo con su entorno que no tiene nada que ver con posturas cínicas, mediáticas o falsamente vanguardistas. Versos de largo aliento, con una particular concepción de la metáfora, integran este libro, personalísimo y contundente.
Bien dice el yo poético: “Mientras llego, no me escribas; ya he talado mis manos…”.
Se trata de un autor alejado de la formalidad poética que solemos encontrar, es un poeta a su manera (Hugo Mayo tal vez lo hubiera apretado en un abrazo de hermanos distanciados en tiempo, como un abuelo frente a su nieto predilecto). Su biografía lo deja claro:
“Soy Antonio Vidas (Antonio García Vinces) de las soledades que emigraron a este mundo. Nací en la primavera de Santa Ana (abril 25 de 1974) a orillas del río Portoviejo en un pueblito con torres de naranjo y verdes golondrinas. Mi niñez es un sombrero y un machete al aire, leyendas de los abuelos, viejos pasillos de cantina, de guitarras y afectos silvestres. Mis dibujos son tiza de carbón en una pared de la escuela Ángel Arteaga, pero me tentó más la bohemia de la poesía. No tengo grupo, ni generación, ni penachos de oro en mi cabeza; a caballo lento he sido de los que van en busca del horizonte como un viento libre y salvaje que se amamantó solo del paisaje y de las lecturas antiguas, oyendo, monte adentro, los amorfinos de la tarde. Pero mi juventud es de una banca del colegio Olmedo, de los parques y las catedrales de Portoviejo; estudiante a corto plazo en Literatura y Castellano, fugitivo sediento de libertad y de descontento con el medio. No tengo oficios terrestres: he sido como los hijos del pueblo, albañil de sueños, pintor de crepúsculos, payés del verso, asesino de mosquitos, ladrón de amores.
Amo la poesía de Horacio padre e hijo, la de Ledesma y Chintolo, y ese hastío enyesado de los decapitados; la luminosidad de Dávila Andrade.
Resido en España, en un lugar del mediterráneo. Soy, de las soledades que emigraron. Soy de Manabí, ¡carajo!.
Por eso con mucho acierto, el poeta Freddy Ayala, sostiene que: “Con mucho coraje Antonio Vidas retrocede a los escenarios de su pasado, viéndose a sí mismo en los demás, latente como un habitante más de la nostalgia, la palabra reemplaza a los ausentes de su memoria, exiliado ya en el olvido, sin aquellas voces que lo reclamen a sus orígenes, enfrentándose a sus antiguos quebrantos, pero su condición humana le permite alternar su existencia con otros semejantes. En esta obra transita la tierra de sus antepasados, Manabí, y la de su país equinoccial; Ecuador.”
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